martes, 5 de agosto de 2014

EL BOLSO DE ANA KARENINA, de Anna Caballé




En este libro conocemos las semblanzas biográficas de mujeres muy interesantes, centrándose en detalles con un gran significado de la vida de artistas, escritoras, pensadoras…
Vladimir Nabokov, autor de Lolita, fue profesor de literatura rusa en una universidad americana. Era capaz de preguntar a sus alumnos sobre detalles de la novela Ana Karenina como por ejemplo qué es lo que llevaba en su bolso cuando iba a lanzarse a las vías del tren.
Por ejemplo conocemos la vida de Anna Ajmátova: la poeta que llora. Sufrió las consecuencias de la represión soviética, para preservar los poemas de Requiem, once personas los memorizaron, ninguno traicionó su confianza.
Tú y yo llevamos el mismo peso
de una larga y negra despedida
¿Por qué lloras? Dame tu mano
y promete regresar a mis sueños.
Somos como una montaña frente a otra…
No volveré a encontrarme contigo en este mundo.


viernes, 14 de febrero de 2014

EL ÚLTIMO DIA



En el momento en que abrí el estuche de terciopelo y vi la joya, en aquel preciso instante, creo que me enamoré.
En casa siempre me habían recomendado al heredero de los Solís. Mi madre decía que era un joven serio y atento, que trabajaba en la fábrica de tejidos con su padre. Mi abuela Victoria resaltaba sus educadas maneras, que para ella eran una prueba de la solidez de su familia. Mi padre, desde la mesa de su despacho, parapetado detrás del periódico y fumando un gran puro, no decía nada, lo que significaba mucho, ya que siempre estaba quejándose de los jóvenes, que sólo pensaban en pasárselo bien y no sabían nada de trabajo y sacrificio.
Cuando paseaba con las amigas por la calle Mayor y me lo encontraba, siempre me subían los colores, y las amigas me susurraban apretándome el brazo. Él siempre se detenía y nos saludaba, quitándose el sombrero. Llevaba un traje gris, una blanca camisa inmaculada y una corbata con un pequeño alfiler. Avanzaba a grandes zancadas, como si tuviera prisa por llegar a su destino, mientras que nosotras andábamos con pequeños pasos, dificultadas  con los aparatosos miriñaques y las grandes pamelas y sombrillas, que nos protegían de los rayos de sol. Cuando cumplí veinte años, empecé a mirar de otra manera su barbita puntiaguda y sus ojos grises.
Todo ocurrió muy deprisa, después de llegar a un acuerdo. Mi madre y yo viajamos a Paris para comprar el vestido de novia en Worth. También compramos bonitos vestidos de muselina para la mañana, vestidos de tarde para pasear y hacer visitas y espléndidos trajes de noche, con primorosos bordados y finísimos encajes.
Después de la boda fuimos a Londres, y asistimos a elegantes bailes de la alta sociedad. Se reunió con algunos fabricantes de tejido, que le escuchaban con deferencia. Hablaba muy bien inglés y me decía a mí que lo practicara. Pero yo hablaba en francés con las damas inglesas, que lo hacían infinitamente mejor que yo. En el puerto de Southampton cogimos el barco para ir a Nueva York.
— ¿Qué vestido te vas a poner para la cena con el capitán Smith?
—El vestido de ámbar—contesté mientras me peinaba ante el espejo del tocador.
—Quizá le quedaría bien esto— me entregó un estuche de terciopelo negro.
Lo abrí y vi la joya. No eran unas impresionantes esmeraldas ni un llamativo collar de rubíes. Era una exquisita joya, tallada por manos artesanales. Una ninfa dorada y etérea surgía de unas aguas de nácar. Las alas, finas y delicadas como las alas de una libélula, eran de brillantes colores, rojo, azul y verde. La cabellera ondulada parecía moverse alrededor de un dulce rostro.
En aquel preciso momento, creo que me enamoré. Era el catorce de abril de 1912 y navegábamos a toda máquina por las gélidas aguas del Atlántico hacia Nueva York.



jueves, 30 de enero de 2014

HUELLAS


Todo empezó cuando yo tenía ocho años. Durante la noche un cántaro se cayó al suelo. El agua derramada hacía brillar los trozos de arcilla. “Habrá sido un golpe de viento”, dijo una de las ancianas del poblado. Al día siguiente, una tela roja y dorada, que se había puesto a secar entre la hierba, apareció completamente rasgada. Una mañana, las maderas del corral de las gallinas estaban rotas y varias habían desaparecido. La gente empezó a murmurar ante tan extraños incidentes. “Savera, ves a buscar agua al río”, me dijo mi madre. En el barro cerca de la orilla se veían unas huellas.
Los hombres empezaron a hacer patrullas por la selva, se encendían hogueras durante la noche alrededor del poblado pero los ataques siguieron. Cuando los hombres, armados rudimentariamente con azadas y bastones, recorrían el norte, desaparecía algún animal en el sur, cuando se adentraban en las marismas, desafiando a los mosquitos y a las serpientes, los sembrados aparecían pisoteados. Se descubrieron más huellas junto al río.
Cuando una mañana descubrimos que nuestra cabra había desaparecido, el rostro de mi padre se ensombreció, como si se cubriera con una nube de tormenta. Yo tenía cuatro hermanos pequeños, las tierras de cultivo eran diminutas y la cosecha muy escasa. Al anochecer, los hombres de la aldea se reunieron en torno a la hoguera, tenían que idear un plan.
El árbol era alto y majestuoso, con un hermoso claro de hierba alrededor. Yo intentaba trepar a la copa pero mis pies descalzos resbalaban por el tronco liso y las ramas estaban demasiado altas para alcanzarlas. Observaba la espesura de la selva, intentando atisbar cualquier movimiento. Mi corazón latía veloz como el badajo de la campana que llevaba atada al pie.
Apareció de repente entre la espesura con un gran salto. Las hierbas que cubrían la trampa cedieron y cayó al foso que rodeaba al árbol. Las gruesas ramas afiladas se clavaron en su cuerpo. Era un animal magnífico. Tenía la longitud de varios hombres. Su piel estaba adornada de franjas negras y doradas. Unos bigotes largos enmarcaban una boca roja y negra con dientes puntiagudos. Sus pupilas almendradas me lanzaron una mirada de anhelo, buscando alguna salida. Con un gran rugido, lanzó sus zarpas afiladas hacia adelante. Luego se quedó inmóvil.
Han pasado muchos años. Mis cabellos se han teñido de hebras blancas y mi espalda está curvada. Al anochecer he ido a buscar agua al río y junto a la orilla he descubierto unas huellas.