jueves, 30 de enero de 2014

HUELLAS


Todo empezó cuando yo tenía ocho años. Durante la noche un cántaro se cayó al suelo. El agua derramada hacía brillar los trozos de arcilla. “Habrá sido un golpe de viento”, dijo una de las ancianas del poblado. Al día siguiente, una tela roja y dorada, que se había puesto a secar entre la hierba, apareció completamente rasgada. Una mañana, las maderas del corral de las gallinas estaban rotas y varias habían desaparecido. La gente empezó a murmurar ante tan extraños incidentes. “Savera, ves a buscar agua al río”, me dijo mi madre. En el barro cerca de la orilla se veían unas huellas.
Los hombres empezaron a hacer patrullas por la selva, se encendían hogueras durante la noche alrededor del poblado pero los ataques siguieron. Cuando los hombres, armados rudimentariamente con azadas y bastones, recorrían el norte, desaparecía algún animal en el sur, cuando se adentraban en las marismas, desafiando a los mosquitos y a las serpientes, los sembrados aparecían pisoteados. Se descubrieron más huellas junto al río.
Cuando una mañana descubrimos que nuestra cabra había desaparecido, el rostro de mi padre se ensombreció, como si se cubriera con una nube de tormenta. Yo tenía cuatro hermanos pequeños, las tierras de cultivo eran diminutas y la cosecha muy escasa. Al anochecer, los hombres de la aldea se reunieron en torno a la hoguera, tenían que idear un plan.
El árbol era alto y majestuoso, con un hermoso claro de hierba alrededor. Yo intentaba trepar a la copa pero mis pies descalzos resbalaban por el tronco liso y las ramas estaban demasiado altas para alcanzarlas. Observaba la espesura de la selva, intentando atisbar cualquier movimiento. Mi corazón latía veloz como el badajo de la campana que llevaba atada al pie.
Apareció de repente entre la espesura con un gran salto. Las hierbas que cubrían la trampa cedieron y cayó al foso que rodeaba al árbol. Las gruesas ramas afiladas se clavaron en su cuerpo. Era un animal magnífico. Tenía la longitud de varios hombres. Su piel estaba adornada de franjas negras y doradas. Unos bigotes largos enmarcaban una boca roja y negra con dientes puntiagudos. Sus pupilas almendradas me lanzaron una mirada de anhelo, buscando alguna salida. Con un gran rugido, lanzó sus zarpas afiladas hacia adelante. Luego se quedó inmóvil.
Han pasado muchos años. Mis cabellos se han teñido de hebras blancas y mi espalda está curvada. Al anochecer he ido a buscar agua al río y junto a la orilla he descubierto unas huellas.