En el momento en que abrí el
estuche de terciopelo y vi la joya, en aquel preciso instante, creo que me
enamoré.
En casa siempre me habían
recomendado al heredero de los Solís. Mi madre decía que era un joven serio y
atento, que trabajaba en la fábrica de tejidos con su padre. Mi abuela Victoria
resaltaba sus educadas maneras, que para ella eran una prueba de la solidez de
su familia. Mi padre, desde la mesa de su despacho, parapetado detrás del
periódico y fumando un gran puro, no decía nada, lo que significaba mucho, ya
que siempre estaba quejándose de los jóvenes, que sólo pensaban en pasárselo
bien y no sabían nada de trabajo y sacrificio.
Cuando paseaba con las
amigas por la calle Mayor y me lo encontraba, siempre me subían los colores, y
las amigas me susurraban apretándome el brazo. Él siempre se detenía y nos
saludaba, quitándose el sombrero. Llevaba un traje gris, una blanca camisa
inmaculada y una corbata con un pequeño alfiler. Avanzaba a grandes zancadas,
como si tuviera prisa por llegar a su destino, mientras que nosotras andábamos
con pequeños pasos, dificultadas con los
aparatosos miriñaques y las grandes pamelas y sombrillas, que nos protegían de
los rayos de sol. Cuando cumplí veinte años, empecé a mirar de otra manera su
barbita puntiaguda y sus ojos grises.
Todo ocurrió muy deprisa,
después de llegar a un acuerdo. Mi madre y yo viajamos a Paris para comprar el vestido
de novia en Worth. También compramos bonitos vestidos de muselina para la
mañana, vestidos de tarde para pasear y hacer visitas y espléndidos trajes de
noche, con primorosos bordados y finísimos encajes.
Después de la boda fuimos a Londres,
y asistimos a elegantes bailes de la alta sociedad. Se reunió con algunos
fabricantes de tejido, que le escuchaban con deferencia. Hablaba muy bien
inglés y me decía a mí que lo practicara. Pero yo hablaba en francés con las
damas inglesas, que lo hacían infinitamente mejor que yo. En el puerto de
Southampton cogimos el barco para ir a Nueva York.
— ¿Qué vestido te vas a
poner para la cena con el capitán Smith?
—El vestido de
ámbar—contesté mientras me peinaba ante el espejo del tocador.
—Quizá le quedaría bien
esto— me entregó un estuche de terciopelo negro.
Lo abrí y vi la joya. No
eran unas impresionantes esmeraldas ni un llamativo collar de rubíes. Era una
exquisita joya, tallada por manos artesanales. Una ninfa dorada y etérea surgía
de unas aguas de nácar. Las alas, finas y delicadas como las alas de una
libélula, eran de brillantes colores, rojo, azul y verde. La cabellera ondulada
parecía moverse alrededor de un dulce rostro.
En aquel preciso momento,
creo que me enamoré. Era el catorce de abril de 1912 y navegábamos a toda
máquina por las gélidas aguas del Atlántico hacia Nueva York.