Había una vez un hombre verde, que vivía en una casita verde, en un hermoso prado salpicado de margaritas. El hombre cuidaba con esmero las plantas, y la naturaleza le recompensaba generosamente. Al atardecer, cuando ya había acabado sus tareas, le gustaba descansar a la orilla de un río de aguas doradas, sentir la suave brisa en su cara y admirar los barcos dorados, cargados de tesoros, que navegaban desde lejanos y extraños lugares.
Un día, mientras contemplaba las bellísimas aguas doradas, no pudo resistir la tentación y metió la mano en el agua.
--¿Qué haces, insensato?-- le increpó un marinero desde un barco--¿Acaso no sabes que el agua dorada destruye a la gente verde?
--Sí, lo sé--dijo el hombre mientras su mano, teñida de dorado, resplandecía a la luz del crepúsculo, lanzaba hermosísimos destellos y se iba fundiendo--pero es tan bonita...
--¡Ay!--suspiró el marinero--si yo pudiera pisar, tan sólo por un instante, la verde hierba...
Siempre deseamos aquello que no tenemos.