viernes, 14 de febrero de 2014

EL ÚLTIMO DIA



En el momento en que abrí el estuche de terciopelo y vi la joya, en aquel preciso instante, creo que me enamoré.
En casa siempre me habían recomendado al heredero de los Solís. Mi madre decía que era un joven serio y atento, que trabajaba en la fábrica de tejidos con su padre. Mi abuela Victoria resaltaba sus educadas maneras, que para ella eran una prueba de la solidez de su familia. Mi padre, desde la mesa de su despacho, parapetado detrás del periódico y fumando un gran puro, no decía nada, lo que significaba mucho, ya que siempre estaba quejándose de los jóvenes, que sólo pensaban en pasárselo bien y no sabían nada de trabajo y sacrificio.
Cuando paseaba con las amigas por la calle Mayor y me lo encontraba, siempre me subían los colores, y las amigas me susurraban apretándome el brazo. Él siempre se detenía y nos saludaba, quitándose el sombrero. Llevaba un traje gris, una blanca camisa inmaculada y una corbata con un pequeño alfiler. Avanzaba a grandes zancadas, como si tuviera prisa por llegar a su destino, mientras que nosotras andábamos con pequeños pasos, dificultadas  con los aparatosos miriñaques y las grandes pamelas y sombrillas, que nos protegían de los rayos de sol. Cuando cumplí veinte años, empecé a mirar de otra manera su barbita puntiaguda y sus ojos grises.
Todo ocurrió muy deprisa, después de llegar a un acuerdo. Mi madre y yo viajamos a Paris para comprar el vestido de novia en Worth. También compramos bonitos vestidos de muselina para la mañana, vestidos de tarde para pasear y hacer visitas y espléndidos trajes de noche, con primorosos bordados y finísimos encajes.
Después de la boda fuimos a Londres, y asistimos a elegantes bailes de la alta sociedad. Se reunió con algunos fabricantes de tejido, que le escuchaban con deferencia. Hablaba muy bien inglés y me decía a mí que lo practicara. Pero yo hablaba en francés con las damas inglesas, que lo hacían infinitamente mejor que yo. En el puerto de Southampton cogimos el barco para ir a Nueva York.
— ¿Qué vestido te vas a poner para la cena con el capitán Smith?
—El vestido de ámbar—contesté mientras me peinaba ante el espejo del tocador.
—Quizá le quedaría bien esto— me entregó un estuche de terciopelo negro.
Lo abrí y vi la joya. No eran unas impresionantes esmeraldas ni un llamativo collar de rubíes. Era una exquisita joya, tallada por manos artesanales. Una ninfa dorada y etérea surgía de unas aguas de nácar. Las alas, finas y delicadas como las alas de una libélula, eran de brillantes colores, rojo, azul y verde. La cabellera ondulada parecía moverse alrededor de un dulce rostro.
En aquel preciso momento, creo que me enamoré. Era el catorce de abril de 1912 y navegábamos a toda máquina por las gélidas aguas del Atlántico hacia Nueva York.



jueves, 30 de enero de 2014

HUELLAS


Todo empezó cuando yo tenía ocho años. Durante la noche un cántaro se cayó al suelo. El agua derramada hacía brillar los trozos de arcilla. “Habrá sido un golpe de viento”, dijo una de las ancianas del poblado. Al día siguiente, una tela roja y dorada, que se había puesto a secar entre la hierba, apareció completamente rasgada. Una mañana, las maderas del corral de las gallinas estaban rotas y varias habían desaparecido. La gente empezó a murmurar ante tan extraños incidentes. “Savera, ves a buscar agua al río”, me dijo mi madre. En el barro cerca de la orilla se veían unas huellas.
Los hombres empezaron a hacer patrullas por la selva, se encendían hogueras durante la noche alrededor del poblado pero los ataques siguieron. Cuando los hombres, armados rudimentariamente con azadas y bastones, recorrían el norte, desaparecía algún animal en el sur, cuando se adentraban en las marismas, desafiando a los mosquitos y a las serpientes, los sembrados aparecían pisoteados. Se descubrieron más huellas junto al río.
Cuando una mañana descubrimos que nuestra cabra había desaparecido, el rostro de mi padre se ensombreció, como si se cubriera con una nube de tormenta. Yo tenía cuatro hermanos pequeños, las tierras de cultivo eran diminutas y la cosecha muy escasa. Al anochecer, los hombres de la aldea se reunieron en torno a la hoguera, tenían que idear un plan.
El árbol era alto y majestuoso, con un hermoso claro de hierba alrededor. Yo intentaba trepar a la copa pero mis pies descalzos resbalaban por el tronco liso y las ramas estaban demasiado altas para alcanzarlas. Observaba la espesura de la selva, intentando atisbar cualquier movimiento. Mi corazón latía veloz como el badajo de la campana que llevaba atada al pie.
Apareció de repente entre la espesura con un gran salto. Las hierbas que cubrían la trampa cedieron y cayó al foso que rodeaba al árbol. Las gruesas ramas afiladas se clavaron en su cuerpo. Era un animal magnífico. Tenía la longitud de varios hombres. Su piel estaba adornada de franjas negras y doradas. Unos bigotes largos enmarcaban una boca roja y negra con dientes puntiagudos. Sus pupilas almendradas me lanzaron una mirada de anhelo, buscando alguna salida. Con un gran rugido, lanzó sus zarpas afiladas hacia adelante. Luego se quedó inmóvil.
Han pasado muchos años. Mis cabellos se han teñido de hebras blancas y mi espalda está curvada. Al anochecer he ido a buscar agua al río y junto a la orilla he descubierto unas huellas.


viernes, 11 de octubre de 2013

JUAN




Marta se acurrucó más en su vieja manta negra. Estaba tan usada y remendada que apenas la cubría. En el fuego sólo quedaban unos rescoldos, que calentaban una olla con caldo y algunas verduras. Marta pensó que tenía que levantarse a buscar algunos troncos, aunque le resultaba difícil por el frío que tenía. Finalmente, acumuló fuerzas para  salir al exterior.
Era una noche oscura y fría. El viento arremolinaba los montones de nieve y las ramas de los árboles crujían bajo el peso del manto blanco que los cubría. La luna se había ocultado y las estrellas refulgían encima de las montañas. Los animales habían buscado refugio y había una gran quietud y silencio. Se acercó al lago, quebró la capa superficial de hielo y recogió un poco de agua en una olla. Luego se acercó al cobertizo dónde guardaba la leña y cogió unos troncos. Volvió enseguida a la cabaña y cerró la puerta. Tenía los pies helados y se los frotó con la manta. Echó los troncos a la chimenea y pronto ardió un alegre fuego que iluminó la estancia e hizo que entrara en calor. Le había caído algo de nieve en el pelo. Se deshizo el moño y extendió su larga cabellera negra cerca del fuego.
Conoció a Juan en el baile de la fiesta mayor del pueblo. Era alto, moreno, guapo, con ojos profundos negros y brillantes. La hacía reír y sus fuertes brazos la rodeaban con firmeza. Sus padres le previnieron en contra porque vivía en la montaña. Juan irradiaba energía y vitalidad y su fuerza la convenció y muy pronto se casaron y fueron a vivir a su cabaña.
Aprendió dónde crecía la genciana y la dedalera y cuál era el momento adecuado para recogerlas, aprendió dónde se escondían los armiños y dónde poner las trampas, aprendió a pescar truchas y a recoger las bayas de enebro y los arándanos y aprendió a respetar y a amar la montaña.
Un día, cuándo Juan cruzaba el río, resbaló al moverse una piedra y cayó, clavándose en la pierna una rama que sobresalía del agua. Llegó a casa con la ropa ensangrentada. Marta le lavó bien la herida con agua del lago, le puso un ungüento y vendas limpias. Pero a los dos días empezó la fiebre y Juan, tan fuerte y lleno de energía, perdió la batalla.
Sus padres, sus amigas y el cura del pueblo le decían que volviera al valle pero Marta sentía que allí le faltaba el aire, rodeada de casas y piedras. El invierno era duro, con tanta nieve y el viento que te azotaba la cara y dificultaba cualquier movimiento, pero pronto llegaría la primavera. Con el calor del sol la nieve se derretiría, el lago perdería su capa de hielo. Los animales saldrían de sus refugios, buscando verdes pastos. Las plantas se llenarían de flores y los árboles de frutos.
Un sonido como un gorjeo se oyó desde el fondo de la sala. Marta se acercó a la cuna. El niño, con ojos negros y brillantes, se había despertado y sonreía feliz mientras jugaba con sus piececitos.
_ Te llamarás Juan, como tu padre.

sábado, 11 de diciembre de 2010

PRIMERA CITA

Llegó del trabajo cansada, pero excitada y nerviosa. Era una noche muy especial y tenía un montón de tareas que realizar antes de salir a cenar. Dio de comer a la gata y regó apresuradamente las plantas del jardín. Las flores rosas del ciclamen se alzaban enhiestas como banderas. Los claveles eran derrotados por el frío del invierno. En el centro, el viejo cerezo, con sus ramas desnudas, parecía dormido, casi muerto. Cuando llegase la primavera, renacería y se cubriría de hermosas flores blancas. Después de ducharse y lavarse el pelo, se maquilló ligeramente. Le gustaba mostrarse al natural, sin trampa ni cartón, pero aquélla era una cena importante, así que se puso una sombra de ojos color gris acero y se dio un toque de coral en los labios. Su vestido era de estilo japonés, de seda roja con bordados de flores alrededor del cuello. Se puso su perfume favorito: Eclipse de luna, y salió, dejando la casa en una silenciosa oscuridad.

Cuando se dirigía hacia el restaurante, las mariposas revoloteaban en su estómago. Le había resultado muy difícil dar ese paso. Cuando una persona ha sido herida, le cuesta mucho volver a abrir el corazón y ella se había escondido tras un caparazón de desconfianza. El dolor de la traición hiere como un puñal y empuja a cometer actos desesperados. Pero le había conocido a través de internet y habían empezado a hablar de libros y de películas, y luego siguieron las confidencias y los sentimientos más íntimos. Si no hubiese existido la magia de la red, habrían vivido existencias paralelas, sin rozarse jamás.

Él estaba esperando en el restaurante, con el último libro de Ken Follet sobre la mesa, como habían acordado en su última conversación. Era mayor de lo que había dicho, pero ella también se había quitado unos años. Tenía arrugas en la frente, que mostraban las experiencias que había vivido. En su cabello negro y rizado, empezaban a aparecer las primeras canas. Sus ojos, francos y bondadosos, brillaban con entusiasmo al hablar de los personajes del libro.

Él no se reiría de ella, como los otros. Él nunca la traicionaría. Él no la miraría con los ojos abiertos por el terror, como los otros. Él no descansaría bajo el cerezo dormido, como los otros.

viernes, 10 de diciembre de 2010

TESOROS


Caminaba hacia su casa, con el carro de la compra, cuando vio un montón de libros tirados al lado de un contenedor de basura. Al principio pasó de largo, pero algo le hizo volver atrás. Había cuatro cajas llenas de libros. Eran viejos, pero estaban en buen estado. La mayoría eran libros infantiles. Había un cuento precioso de La Bella y la Bestia, relatos de aventuras de piratas y espadachines, fábulas de zorros y conejos... No podía dejarlos allí, tirados al lado de la basura, así que cogió todos los que pudo y regresó cargada a casa.

A partir de aquel momento, cuando pasaba al lado del contenedor, sus ojos se deslizaban sin poderlo evitar. Descubrió un reloj de cerámica blanca con adornos dorados, milagrosamente intacto. No funcionaba, pero decoraba con elegancia el salón. Día tras día, realizaba nuevos hallazgos: un pendiente solitario que lanzaba hermosos destellos, un gatito de peluche, de rayas negras y grises y alegres bigotes, con un agujero en la panza por la que se le escapaba el algodón, una muñeca desnuda a la que le faltaba el brazo, una llave que abría una puerta desconocida... Llegaba a casa con el carro cargado hasta los topes y subía las escaleras con dificultad. Las estancias de la casa resplandecían con la belleza de los objetos por otros despreciados.
Había gente que se reía y la llamaba vieja zarrapastrosa, pero ella sabía la verdad: rescataba del olvido valiosos tesoros, y les daba todo el amor y la admiración que merecían.

domingo, 14 de noviembre de 2010

CALABUCH

Ha muerto el director Luis Garcia Berlanga, que con sus películas nos ha hecho más felices y más sabios. Una de mis preferidas es Calabuch, una película que me divertió cuando era niña y me hizo reflexionar de mayor. Es una película coral, con grandes interpretaciones de numerosos actores.

La historia explica la llegada de un misterioso científico extranjero a un pueblecito mediterráneo, y su relación con los diferentes habitantes. Asistimos a varias historias como el duelo a ajedrez entre el cura y el farero, interpretado magistralmente por el genial José Isbert, el enamoramiento de la maestra, el pintor que pinta con esmero los nombres en las barcas, la fiesta mayor con la actuación del torero, el fantástico José Luis Ozores, que quiere entrañablemente a su vaquilla, la rivalidad entre los pueblos vecinos y la construcción de un cohete extraordinario con los conocimientos del científico.
 
Se rodó en la ciudad de Peñíscola y es una película extraordinaria.
 
 

lunes, 4 de octubre de 2010

HERMANA Y REINA



La reina de Zamora contempla desde las almenas el ejército que rodea la ciudad. Las hogueras del campamento enemigo brillan en la oscuridad de la noche. Un enjambre de soldados y caballeros se extiende sobre los campos alrededor de las viejas murallas, preparando sus armas para el asalto final.
Un caballero espera entre las sombra las órdenes de la reina. Ella se debate entre la furia de una reina sitiada y el dolor de una hermana traicionada. Está preocupada por el pueblo que sufre un cruel asedio y teme la derrota. Piensa en su hermano, al frente de un poderoso ejército, alzándose contra su propia sangre. Ha intentado razonar con él, que acepte el testamento del padre de ambos, el viejo rey Alfonso, que en su lecho de muerte, repartió sus extensos territorios entre sus hijos: a Sancho, el reino de Castilla, a Alfonso, el reino de León y a Urraca, la ciudad de Zamora. Pero el joven rey Sancho, impetuoso y con ansia de mostrar su destreza como guerrero, ha organizado un poderoso ejército para conquistar la ciudad de su hermana. Finalmente, la reina se dirige al caballero y le entrega un puñal.
* * * * *
Gritos de júbilo resuenan en toda la ciudad ¡El rey Sancho ha muerto! ¡El rey Sancho ha muerto! Los soldados invasores empiezan a recoger sus pertenencias y a desmontar el campamento, lentamente, como si un peso oculto dificultase sus movimientos.
La reina, con un gesto imperioso, despide a sus damas y cortesanos. Sólo queda un caballero, que se arrodilla a sus pies y le entrega un puñal manchado de sangre.
—Yo, Urraca, reina de Zamora, os concedo la recompensa prometida. Habéis salvado la ciudad.—La reina le entrega un saquito lleno de monedas. Entonces se quita la corona y cubierta la cabeza sólo con un velo, continúa:
—Yo, Urraca, hermana de Sancho, tengo el deber de vengar la muerte de mi hermano.—Y le clava el puñal, manchado de sangre, en el corazón.